miércoles, 22 de junio de 2011

Diccionario de Filosofía. Quinta edición

Prólogo a la quinta edición
[Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1965.]

La presente edición difiere de la anterior en lo siguiente: he escrito 546 artículos nuevos; he reescrito totalmente 213 artículos; he ampliado o modificado, a veces sustancialmente, 262 artículos. Además, he revisado el texto, he corregido errores, he ampliado datos, y he puesto al día la bibliografía.

Como resultado, abunda en esta edición el material nuevo. Éste abarca el conjunto de las disciplinas filosóficas y de la historia de la filosofía. He seguido prestando particular atención a los temas de ontología y metafísica, lógica, teoría del conocimiento, filosofía de la ciencia, antropología filosófica e historia de la filosofía. Pero he ampliado no poco las partes relativas a ética, filosofía de la religión, filosofía de la historia, teoría de los valores y estética. He añadido copia de artículos sobre filósofos llamados «menores», antiguos, medievales y modernos, y he ampliado el número de los consagrados a filósofos contemporáneos. Sin desviarme de la norma de no diluir excesivamente la sustancia filosófica, he incluido también algunos artículos sobre conceptos y figuras que, sin ser estrictamente filosóficos –conceptos y figuras importantes, por ejemplo, en la ciencia, en la teología, en el pensamiento social y político–, han mantenido, o mantienen, relaciones particularmente estrechas con cuestiones suscitadas en filosofía.

Aunque he penado mucho por ampliar y mejorar esta obra, no pretendo que sea perfecta. Por lo demás, mi ideal en este caso no es la perfección; creo más razonable trabajar por alcanzar lo bueno que holgazanear soñando en lo mejor. Por este motivo, aunque esta obra está, y estará siempre, abierta a revisiones y mejoras, estimo que en el estado actual de los conocimientos filosóficos es razonablemente suficiente. En todo caso, las revisiones y las mejoras no pueden consistir un pulir y repulir la obra hasta la exasperación. Estoy plenamente de acuerdo en que hay que revisar, corregir y pulir; en esta actividad he consumido incontables horas y casi he arruinado mis ojos. Pero en una obra de las dimensiones de ésta no se pueden practicar los mismos ejercicios de virtuosismo conceptual y lingüístico que son de rigor en otros escritos menos dilatados. Esta obra no es un lindo ensayito. No es, ni puede ser, cosa remirada y relamida. Hay que luchar sin tregua contra la chapucería intelectual. Pero en cierto tipo de obras hay que rehuir el estéril perfeccionismo.

Dadas las proporciones que alcanzó esta obra ya en la edición precedente –hasta el punto de que desde entonces pudo ser considerada como una Enciclopedia y no sólo como un Diccionario– varios críticos me han aconsejado que desistiera de ser a la vez el director y el ejecutante, y que recabara el auxilio de colaboradores más diestros que yo en cada una de las disciplinas filosóficas y en cada uno de los períodos históricos. Este consejo es harto tentador, inclusive por razones personales; el tiempo y el esfuerzo gastados en la confección de este Diccionario me han impedido a menudo poner mayores empeños en la elaboración de escritos más «personales», hacia los que, como filósofo, siento cierta debilidad. Sin embargo, aunque la transformación sugerida introduciría en esta obra no pocas mejoras, creo que las ventajas así conseguidas no compensarían los inconvenientes. En la obra presente el conjunto importa por lo menos tanto como el detalle. Pues este Diccionario es ya como un imponente y complejo edificio, con su fachada, sus alas, sus galerías, sus largos e intrincados corredores, sus sótanos y sus ventanales. He alcanzado a familiarizarme con todos ellos y, por descontado, con sus fundaciones. Puedo –todavía– recorrer el edificio en todas direcciones y orientarme en él sin excesivas perplejidades. Ello significa que puedo aún seguir ampliando, alterando, rehaciendo, depurando y ornando este conjunto sin perderme en su laberinto. Sobre todo, puedo seguir manteniendo su unidad de estilo, la cual no es sólo cuestión de «literatura» –de «estética»–, sino también, y especialmente, de «pensamiento» –de «noética». Por estos motivos no me he decidido todavía a sucumbir a la tentación que se me ha brindado.

El predominio que en esta obra tiene el conjunto sobre los detalles explica que éstos no puedan ser siempre todo lo numerosos o elaborados que ciertos lectores quisieran. Por la naturaleza misma de la obra, hay que pasar a la carrera sobre temas, problemas y autores que en otros trabajos son objeto de exposición y comentario dilatados. Por cierto que no escasean aquí las exposiciones y análisis algo minuciosos. Pero se hallan siempre integrados en visiones de conjunto y expresados en el lenguaje apropiado para ellos. Estimo que con ello no se falsean necesariamente las ideas; sólo ocurre que son enfocadas de modo distinto. Por motivos que no hacen aquí al caso, estimo que es posible presentar y dilucidar lo que se llaman «grandes temas» y «grandes problemas» siempre que se utilice a tal efecto la óptica adecuada. Discurrir sobre la física no equivale a exponer toda la física; discurrir sobre la idea de substancia no es lo mismo que componer una poderosa monografía sobre tal idea. Sería disparatado pretender hallar en este Diccionario exposiciones tan detalladas del pensamiento de Aristóteles, o análisis tan minuciosos del imperativo categórico como los que figuran en obras especialmente consagradas a estos temas, o hasta a aspectos de ellos. En cambio, puede hallarse en esta obra un modo de presentar, ver, dilucidar y debatir temas y problemas que a veces se echa de menos en estudios y repertorios más especializados. Pues esta obra no se especializa en ningún tema, en ningún problema, en ninguna figura, época, rama o recoveco de la filosofía: se «especializa» en el conjunto de ellos.

Debo a varios lectores y críticos preciosas sugestiones y muy útiles informaciones; todas ellas han contribuido a mejorar esta obra. Pero quiero destacar los auxilios recibidos de tres personas. Mi esposa, que me ha prestado incansablemente ayuda en las múltiples tareas de organización, ordenación y coordinación que requiere esta vasta empresa. El señor Ezequiel de Olaso, que me ha estado enviando puntualmente noticias filosóficas de toda especie y que me ha sugerido no pocas mejoras. Y el señor Raúl E. Lagomarsino, que ha tenido a su cargo la corrección de pruebas y el ajuste final de la presente edición, y que ha trabajado en ella con la misma perspicacia y tenacidad que mostró en la preparación de las dos ediciones anteriores. Por el volumen de esta edición, la tarea del Sr. Lagomarsino ha sido no sólo perspicaz y tenaz, sino también hercúlea. Creo difícil encontrar mejor «director de edición».

J. F. M.
Bryn Mawr College, Pennsylvania, 1964.


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